EL NIÑO QUE MATABA MARIPOSAS
Ver una mariposa. Amarilla y naranja. Que se posa en la mesa de plástico sobre la que estabaís comiendo.
Es mayo y hace muy bueno. Los pájaros hacen ese ruido tan ruidoso y tan poco molesto al que nos tienen habituados. Llega un momento que apenas lo percibes, pero si se callan, se te cae el mundo al suelo.
Tú hueles a crema de sol, es decir: a verano, a piscina, a vacaciones, a infancia...Y estás descalzo, tus pies rozan la hierba que crece justo debajo de la silla (y de la mesa, y de la sombrilla, y la nevera, tu hermano, el banco de piedra fría, los árboles que os rodean...).En realidad, la hierba cubre por completo el lugar en el que estás. Y eso te gusta. Te refresca.
El sol está arriba, muy arriba, pegando con fuerza. Pero un montón de árboles te protegen de él, y solo dejan que pase un hilito de calor, de luz, de sol. Que se refleja en tu piel, tiñéndola de dorado.
Ver una mariposa, fijarte en su forma. En su estructura. Observar lo frágil que parece y lo bella que ésto la hace. Delicada, delicadísima. Si pudieras olerla, siempre olería a flores.
Notar una mano caer a tooooda velocidad, encima de tu querida mariposa. Una mano cruel, que la agarra con unos deditos pequeños y rechonchos. La coge, cierra la mano, la vuelve a abrir. El dueño de la mano le echa una postrera mirada al insecto, y cierra el arma con fuerza. La mano estruja aquella bella estructura que hace unos segundos estabas observando. Destruye esa obra de arte que te tenía fascinado. Convierte el colorido tesoro, en una mancha gris que se retuerce en su regordeta manita.
Cierras la boca. Pierdes el asombro y abandonas la pena. En fín, te invade la indiferencia y coges un kleenex para limpiarle la mano al niño. El arma del asesino.
Es mayo y hace muy bueno. Los pájaros hacen ese ruido tan ruidoso y tan poco molesto al que nos tienen habituados. Llega un momento que apenas lo percibes, pero si se callan, se te cae el mundo al suelo.
Tú hueles a crema de sol, es decir: a verano, a piscina, a vacaciones, a infancia...Y estás descalzo, tus pies rozan la hierba que crece justo debajo de la silla (y de la mesa, y de la sombrilla, y la nevera, tu hermano, el banco de piedra fría, los árboles que os rodean...).En realidad, la hierba cubre por completo el lugar en el que estás. Y eso te gusta. Te refresca.
El sol está arriba, muy arriba, pegando con fuerza. Pero un montón de árboles te protegen de él, y solo dejan que pase un hilito de calor, de luz, de sol. Que se refleja en tu piel, tiñéndola de dorado.
Ver una mariposa, fijarte en su forma. En su estructura. Observar lo frágil que parece y lo bella que ésto la hace. Delicada, delicadísima. Si pudieras olerla, siempre olería a flores.
Notar una mano caer a tooooda velocidad, encima de tu querida mariposa. Una mano cruel, que la agarra con unos deditos pequeños y rechonchos. La coge, cierra la mano, la vuelve a abrir. El dueño de la mano le echa una postrera mirada al insecto, y cierra el arma con fuerza. La mano estruja aquella bella estructura que hace unos segundos estabas observando. Destruye esa obra de arte que te tenía fascinado. Convierte el colorido tesoro, en una mancha gris que se retuerce en su regordeta manita.
Cierras la boca. Pierdes el asombro y abandonas la pena. En fín, te invade la indiferencia y coges un kleenex para limpiarle la mano al niño. El arma del asesino.
1 comentarios:
La reencarnación del caos en la posibilidad, sigue un trazado.
Saludos.
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